domingo, septiembre 27, 2009

Mises y el liberalismo


La meta del liberalismo

Suele la gente pensar que el liberalismo se distingue de otras tendencias políticas en que procura beneficiar a determinada clase -la constituida por los poseedores, los capitalistas y los grandes empresarios- en perjuicio del resto de la población. El supuesto es erróneo. El liberalismo ha pugnado siempre por el bien de todos. Tal es el objetivo que los utilitaristas ingleses pretendían describir con su no muy acertada frase de "la máxima felicidad para el mayor número posible». Desde un punto de vista histórico, el liberalismo fue el primer movimiento político que quiso promover no el bienestar de determinados gru pos, sino el -general. Difiere el liberalismo del socialismo - que igualmente proclama su deseo de beneficiar a to dos- no en el objetivo perseguido, sino en los medios empleados.
Hay, sin embargo, quienes opinan que las consecuencias del liberalismo, por la íntima condición del sistema, al final resultan favorecedoras de los intereses de una clase determinada. El aserto merece ser debatido. Una de las cosas que la presente obra intenta es demostrar lo infundado del mismo. Pero no sería correcto rechazar sin más al posible contraopinante, acusándole de mala fe. Aunque estimemos errada su postura, puede que esté pronunciándose con toda honradez intelectual, mereciendo que se le escuche y se debata con él. Ahora bien, nótese que este argumento es muy particular, pues no acusa al liberalismo de hipocresía; admite su desinteresado carácter y concede que el liberal desea de verdad alcanzar los objetivos que proclama.
Diferentes son aquellos otros críticos que acusan al liberalismo de perseguir invariablemente no el bienestar general, sino el provecho personal de ciertos grupos. Estos dia logantes son, en cambio, injustos o ignorantes. Recurren a tal arbitrio por hallarse en el fuero interno convencidos de la inviabilidad de sus propias tesis. Emplean dardos envenenados por no tener otra salida.
Cuando el médico prohíbe al paciente ingerir deter minados alimentos, nadie piensa que aquél odia a éste ni que, si de verdad le quisiera, le permitiría disfrutar los tan deliciosos manjares proscritos. Todo el mundo comprende que el doctor aconseja al enfermo apartarse de dichos placeres simplemente porque desea que la salud de éste prospere. Pero, cuando se trata de política social, las cosas ya no pintan igual. En cuanto el liberal se pronuncia contra ciertas medidas demagógicas por razón de las dañosas consecuencias sociales que sabe han de provocar, inmediatamente se le acusa de enemigo del pueblo, mientras se cubre de elogios y alabanzas sin cuento a los falsos profetas que, incapaces de ver los inevitables perjuicios subsiguientes, propician lo que a primera vista parece mejor.
La actividad racional se diferencia de la irracional en que implica momentáneos sacrificios. No son éstos sino sacrificios aparentes, pues quedan ampliamente compensados por la favorable consecuencia posterior. Quien renuncia a ingerir un delicioso pero perjudicial alimento hace un aparente sacrificio provisional. El resultado de tal actuación -el no sufrir perjuicio fisiológico- pone de manifiesto que el sujeto no sólo no ha perdido, sino que ha ganado. Para actuar de tal modo se precisa, no obstante, advertir la correspondiente concatenación causal. Y de esto se aprovecha el demagogo. Ataca al liberal que sugiere sacrificios provisionales y sólo aparentes, tildándole de enemigo del pueblo, carente de corazón, mientras él se erige en el gran defensor de las masas. Sabe bien cómo tocar la fibra sensible del pueblo, cómo hacer llorar al auditorio describiendo tragedias y miserias, y de este modo pretende justificar sus planes.
La política antiliberal es una política de consumo de capital. Amplía la provisión presente a costa de la futura. Es el mismo supuesto que el del enfermo a que antes aludimos. En ambos casos, se paga un duro precio por una momentánea gratificación. Hablar, en tal caso, de dureza de corazón frente a filantropía es deshonesto y mendaz. Y esto no es tan sólo aplicable a nuestros actuales políticos y periodistas antiliberales, pues la cosa ya viene de antiguo; la mayor parte de los autores partidarios de la prusiana Sozialpolitik recurrió a iguales tretas.
El que en el mundo haya pobreza y estrechez no es un argumento válido contra el liberalismo, pese a lo que en tal sentido suele pensar el embotado lector medio de revistas y periódicos. Esa penuria y esa necesidad son precisamente las lacras que el liberalismo desea suprimir, proponiendo para ello los únicos remedios realmente eficaces. Quien crea conocer otro camino, que lo demuestre y justifique. No se puede eludir esta demostración proclamando simplemente que a los liberales no les importa el bien común y que tan sólo les preocupa el bienestar de los ricos.

La existencia de pobreza y de miserias múltiples no constituiría argumento válido contra el liberalismo aun en el caso de que el mundo efectivamente siguiera una política liberal. Habría siempre que dilucidar si, bajo otros regímenes, no se daría aún mayor malestar material. Pero hoy, cuando la institución de la propiedad privada es por doquier perturbada y entorpecida, a tenor de lo que todos los antiliberales patrocinan, carece realmente de sentido atacar al liberalismo sobre la base de que la situación económica no es tan buena como se desearía. Para valorar los triunfos liberales y capitalistas basta comparar nuestro actual nivel de vida con el que prevaleció durante la Edad Media y las primeras centurias de la moderna. Sin embargo, sólo la deducción teórica puede advertimos de cuánto el liberalismo y el capitalismo hubieran podido conseguir si se les hubiera dado rienda suelta en el cabalgar histórico.

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