miércoles, abril 15, 2009

La Fatal Arrogancia

El argumento fundamental de este libro es que nuestra civilización depende, tanto en sus orígenes como en su mantenimiento, de la existencia de lo que sólo con relativa precisión puede describirse como «un amplio orden de cooperación humana», más conocido por el poco afortunado término «capitalismo». Para captar adecuadamente el íntimo contenido del orden que caracteriza a la sociedad civilizada, conviene advertir que este orden, lejos de ser fruto de designio o intención, deriva de la incidencia de ciertos procesos de carácter espontáneo. Vivimos en una sociedad civilizada porque hemos llegado a asumir, de forma no deliberada, determinados hábitos heredados de carácter fundamentalmente moral, muchos de los cuales han resultado siempre poco gratos al ser humano -y sobre cuya validez e intrínseca eficacia nada sabía-. Su práctica, sin embargo, fue generalizándose a través de procesos evolutivos basados en la selección, y fue facilitando tanto el correspondiente aumento demográfico como un mayor bienestar material de aquellos grupos que antes se avinieron a aceptar ese tipo de comportamiento. La no deliberada, reluctante y hasta dolorosa sumisión del ser humano a tales normas facilitó a dichos entornos sociales la necesaria cohesión gracias a la cual accedieron sus miembros a un superior nivel de bienestar y conocimientos de diversa especie, lo que les permitió «multiplicarse, poblar y henchir la tierra» (Génesis, 1, 28). Quizá sea este proceso la faceta más ignorada de la evolución humana.

Así inicia Hayek su último libro, “La fatal arrogancia”, una de las obras cumbres de la cultura. Un libro ignorado aun por muchos de los seguidores del liberalismo.
La obra es una reflexión informada sobre la principal característica del pensamiento racionalista inaugurado en el siglo XVIII: la arrogancia de comprenderlo todo solo con la razón, la arrogancia de querer cambiarlo todo solo desde el poder del Estado, la arrogancia de solo actuar conociendo de antemano todas las consecuencias de la acción, la arrogancia de que nada escapa a la ciencia, de que el funcionario científico sabrá exactamente qué le sucede a los ciudadanos, qué necesitan y como proveérselo.
Esta pretensión omnipotente ha generado uno de los mayores malentendidos de la Historia: la tiranía absoluta, en nombre de la libertad; las mayores inequidades, en nombre de la igualdad; la mayor concentración de poder en una única instancia, en nombre de la autonomía de la sociedad.
Esa pretensión iguala como si fueran simplemente dos variantes de la misma especie a las tiranías estatales de izquierda y de derecha, porque ambas apelan a similares mecanismos de dominación, adoctrinamiento y sumisión de los ciudadanos al Estado.
Ambas tiranías, además, le dedican a la retórica buena parte de sus esfuerzos políticos. Y allí es donde se diferencian, en la retórica.
Si uno se conmueve con la pobreza y la explotación, entonces será más sensible a los discursos de la izquierda absolutista, que nos dirán que cediendo todo el poder al Estado, habrá seguridad y abundancia, se eliminarán las diferencias de clase y todos seremos iguales.
Si, en cambio, uno añora el orden, cree que su nación y su raza deben ganar un lugar en la Historia, para lo cual deben combatir a otras naciones y otras razas, entonces uno adherirá a los discursos de la derecha nacionalista que reivindicará desde el Estado Absoluto la voluntad nacional, el orgullo de ser “ario” o “latino” o “argentino”.
Lo que suspenden estos regímenes es la interacción espontánea entre las personas, los intercambios libres, la construcción lenta y evolutiva de un código moral compartido, la libertad de elección que es la que humaniza al generar el proceso de aprendizaje. Para estas tiranías no se aprende, se enseña desde el Estado a someterse a la Voluntad General encarnada por el Partido o por el Líder. No vale el aprendizaje sino en entrenamiento.
Al suspenderse la libertad de los intercambios se produce una masiva deshumanización: las personas carecen de estímulos para desarrollar mecanismos de crecimiento, y solo se valora la adaptación a las normas del Estado Absoluto. La “Teoría del cerco” se impone(no crezcas, que la tijera cuida que el cerco tenga siempre la misma altura) como parte de una “moral de sobrevivencia” en la que prima la astucia, la sumision a los poderosos, el tráfico de influencias, la coima, el soborno, el abuso de autoridad, el capricho, el arbitrio del funcionario, la falta de control judicial, las leyes de excepción, el terror a la cárcel o al exilio siberiano.
Las consecuencias son gravísimas: recién ahora sabemos por qué en los paises de la ex URSS las mafias, el abuso estatal – ahora bajo una forma “capitalista”- y la falta de un control democrático sobre el Poder sobrevivieron a la disolución del socialismo. La matriz del absolutismo se impone con independencia del “sistema económico”: es una deformación íntegra del sistema de relaciones sociales, no tan solo de las relaciones económicas o políticas.
De eso es de lo que Hayek nos habla: no de economía sino de la creación de la civilización. De como se construye la humanización desde la aceptación de un código moral exigente, y de cómo solo la libertad y el respeto a las normas transformaron a las sociedades tradicionales, cerradas y temerosas, en sociedades abiertas que garantizan abundancia y paz a sus ciudadanos.

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