martes, junio 28, 2005

Mi abuelo y el Presidente

La historia es así: mi abuelo Samuel Mordcovsky le cosía los trajes, jacquets y fracs al Presidente Alvear.
Qué asunto menor y sin importancia, dirán algunos. Para mí es absolutamente extraordinario y significativo. Primero, porque no es cosa de todos los días vestir al hombre más importante - y elegante- de la Argentina de 1925. Segundo, porque me acabo de enterar. O sea que esta pequeña anécdota estuvo olvidada en la familia durante 75 años... y ahora quiero exhumarla como a una preciosa pieza arqueológica, encontrada en el jardín de mi propia casa.

Marcelo Torcuato de Alvear era una especie de leyenda de una Argentina que había deslumbrado a mis abuelos, junto a los millones de inmigrantes rusos, italianos o gallegos que desembarcaban mes a mes. Era increíblemente rico, de la familia más patricia del país, elegante, deportista (tiro, natación, box), juerguista, y sin embargo, cercano a los problemas de la gente común, como que fue dirigente fundador del Partido Radical. Persiguió a su amor, la cantante de ópera Regina Paccini por media Europa, gastándose la fortuna en una insensata cacería que duró de 1898 hasta 1906. Su regalo de casamiento fue el “ Manoir de Coeur Volant”, residencia en las afueras de París, vendida en los años 30 al pretendiente al trono de Francia, el Conde de París. Poca cosa.

Samuel Mordcovsky llegó a la Argentina en 1911, escapando de la miseria de Besarabia y de la certeza de cinco años de servicio militar forzado en los regimientos del Zar. Era sastre; había aprendido el oficio viviendo como aprendiz en la casa del maestro.
Su paisano, Chernobilsky, amigo, compañero fraterno de desembarco, con visión para los negocios, instaló con los años una sastrería en Barrio Norte, en la calle Cerrito, y contrató a destajo a Samuel, como oficial sastre. Su olfato comercial y buen gusto le atrajeron una clientela distinguida, entre la que se contaba el Presidente.
Samuel trabajaba, entonces, para la sastrería de su paisano. Las telas ya le venían cortadas; él tenía que unirlas, coserlas, dar forma definitiva a aquellos lujosos jacquets que Alvear luciría admirablemente en galas, veladas de ópera, agasajos o celebraciones. Para eso pasaba la aguja una vez, tomaba la plancha- calentada en el brasero- y afirmaba la costura. Volvía a pasar la aguja, y nuevamente la plancha, punto a punto, con infinita paciencia. Así producía esas maravillosas prendas que valoraba, ni más ni menos que Don Marcelo, el Presidente, “conoisseur” de la alta costura parisina.
Había que entregar la mercadería, llevarla con sumo cuidado. Así fue como Rosita- mi mamá- y su hermana Sarita, llevaban periódicamente la carga preciosa a la sastrería: los trajes, sobretodos, fracs y jacquets para el Presidente Alvear. Se vestían primorosas, salían de la calle Monte Egmont, en Villa Crespo, tomaban algún tranvía por Triunvirato (hoy Corrientes) hasta las cercanías de Cerrito y Juncal, y entregaban el paquete a los dependientes de la sastrería.

Bien. Me gustaría escribir un cuento, una absoluta invención sugerida por esta historia real, y hacerla ficción. Quisiera darle forma, consistencia, vuelo; transformar sus partes sueltas en una pieza bien armada, juntar los pedazos, coserlos con cuidado, pasarle la plancha de la edición, con infinita paciencia, como hacía mi abuelo Samuel, y lograr así que luzca como un frac para Don Marcelo Torcuato de Alvear.

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